21 de junio de 2011

Day 46 (Anexo III): Budapest


Nuestros baños tienen cientos de años: están sucios y rotos y desgastados. No vengáis. El agua es maloliente, y, aunque dicen que tiene propiedades curativas y que puede beberse, en realidad más produce descomposición y dolores, de esos cuyo origen desconocen los médicos. Las piscinas son pocas y pequeñas. En la de agua fría se te helarán los huesos; en las de agua caliente, te sentirás hervir como cuando cuecen a los cangrejos en la cena de Navidad. Las saunas están hiperpobladas, el tiempo ahí fuera es seguramente frío, los azulejos descascarillados te harán un rozón en cualquier parte de tu cuerpo cuando menos te lo esperes. No vengáis. No vengáis a nuestros baños en Budapest, no robéis nuestro secreto. No es que no queramos compartirlo, pero, en realidad, ya somos bastantes, y los baños se disfrutan más cuando hay chorros de jacuzzi para todos.

16 de junio de 2011

Day 45: The Mosaic Rooms



Quizá como museo se queden pequeñas, pero como vivienda, este palacete que hace esquina, cerca de Kensington, es una auténtica joyita. Techos altos y mosaico de abanicos en crema en el suelo, detalles sencillos pero elegantes, pequeño patio –algo ruidoso- para disfrutar del Sol, si es que algún día se digna en visitarnos.

The Mosaic Rooms son una pica en Flandes y no hay que pedirle más, ni menos. Sus exposiciones hablan de sogas y yugos, de cometas raptadas por el tendido eléctrico, de muñecos de trapo ensangrentados, de tradiciones que aprisionan, de tópicos (que, por muy injustos que sean, a veces se cumplen), de esperanzas que ya hace mucho que se volvieron en contra. En su tienda los libros lloran por los caídos y por la identidad difuminada – los libros, grandes pacifistas, siempre estarán en contra de la guerra: no hay bandos, sino palabras que vuelan libres bajo el cielo que nos cubre a todos nosotros -.

The Mosaic Rooms es una sala de exposiciones centrada en Oriente Medio, en Palestina y en el Mundo Árabe. Son un pequeño grito simplemente para decir “estoy aquí!”, en una ciudad donde todavía puedes gritar tu identidad sin obtener más resultado que la indiferencia.

13 de junio de 2011

Day 44 (Anexo 2): Paris




La Torre Eiffel era tan alta, tan alta, que todos los monumentos de París la envidiaban (los clásicos, los que eran más antiguos, sobre todo: Notre Dame, El Panteón, el Obelisco de Place Vendome, Les Invalides). La Torre de Montmartre y el Sacre Coeur también eran muy altos, y tenían miles de luces por la noche; pero, sin embargo, la Torre Eiffel brillaba como las estrellas y chisporroteaba como loca a las horas en punto, como ningún otro lugar en toda Francia. Los cabarets nocturnos, el Moulin Rouge, el Crazy Horse, también lucían piernas bonitas y perfiles esbeltos, pero ninguno como la curva elegante de acero y tornillos que se elevaba al final de los Campos de Marte.

La Torre Eiffel lloraba todo el rato y yo me acerqué una noche y le pregunté por qué.

“Porque soy tan alta, tan alta”, me respondió, “que todo el mundo quiere subir a mi mirador para, desde lo más alto, contemplar la ciudad… pero, cuando están allí arriba, ¡no pueden verme!”

Pura coquetería, la de esta inmortal mademoiselle.

9 de junio de 2011

Day 43 (Anexo 1): New York




El infierno de Dante tiene forma de pared infinita, de plataformas verticales de ladrillo y estuco, salpicadas de ventanales, que reflejan con tedio la fachada vecina, sus bostezos cotidianos de televisión de medianoche y visitas al baño y polvo acumulado bajo el cable del teléfono y sexo que se duerme antes de llegar al orgasmo. El asfalto se dobla y se repliega, y escupe vapor a través de rejillas centenarias, y funde las suelas de zapatos cansados que tratan de cruzar antes de que se ponga en rojo. Las calles son ratoneras de circulación imposible; las avenidas, arterias envenenadas de amarillo de taxis ocupados. No hay respiro en Wall Street ni en las compras de la Quinta Avenida, ni siquiera en Central Park te dejarán tranquilo los que juegan al béisbol, los corredores. Las tiendas son viejas, gastadas, y los vaqueros y las zapatillas duermen bajo una etiqueta de falsa rebaja. No hay dinero para repintar el Puente de Brooklyn ni los vagones del metro, ni siquiera para reparar las losetas del pavimento. No hay tal vez energía tampoco, porque la ciudad, su caos, ha ganado ya la batalla, hace tiempo.

Hay algunos oasis, los menos. La milla del parque lineal que se extiende en vertical de Norte a Sur, entre la veintiséis y la catorce, como una cicatriz verdosa sobre la trama fría y ortogonal. El majestuoso Empire State que soporta con vergüenza las luces de colores. El Flat Iron, el Chrysler, erguidos sobre un pasado de esperanza. Times Square, con sus luces parpadeantes, ondulosas, y su exhibicionismo inagotable y el salvaje capitalismo de sus anuncios y sus neones multicolor. Sus librerías.

La ciudad es un monstruo faceteado de contrastes inmensos. Son más de ocho millones los supervivientes. Todos han sucumbido al horror de la metrópolis voraz e inmisericorde, con sus gentes muriendo en los portales, sus locos (aquéllos que lo gritan por las esquinas, aquéllos que, aun así, creen estar cuerdos), sus obesos recalcitrantes, sus mujeres vacías de cascarón perfecto, su juventud maleducada e hiperviolenta que se mueve a ritmo de i-pod y de polos de rebaja.

No todo está perdido en un Imperio que abandona a los suyos y a su historia a cambio de que sus habitantes puedan comprar un segundo coche; pero, hasta hace poco, el envoltorio seguía siendo deslumbrante, y ahora, poco a poco, la crisis (económica, pero sobre todo social) empieza a desquebrajarlo, como esas paredes pintadas en las casas antiguas que se descascarillan lentamente, durante años, sin que nadie tenga interés en repintarlas. Sin embargo, al igual que el infierno de Dante, Nueva York es inacabable, inmortal: han de sobrevivir sus fachadas de vidrio aunque los cristales se caigan, aunque sus únicos habitantes sean turistas desencantados y zombies que olvidaron, hace ya mucho tiempo, que los valores eran otros, que no sólo el dinero es lo importante.