6 de agosto de 2010

Day 21: The Tower of London

Días para las vacaciones: 9
Miopía: seguimos en 4,25 dioptrías, aunque las gafas son cada vez más modernitas



Sangre de reyes
Merece la pena dedicar una mañana a recorrer la Torre de Londres, y después tal vez, si el tiempo acompaña, cruzar el Tower Bridge y darse un paseo por el SouthBank o acercarse a St. Katherine´s Docks y envidiar los balcones que miran los yates amarrados. Es caro entrar en la Torre de Londres, aunque lo caro y lo barato se diluye en esta sociedad alocada, en la que porciones diminutas de comida se transfoman en cenas de 150 libras por cabeza, o en la que se paga 30 libras por una piedra de Swarozky que cuesta originalmente 70 céntimos. La audioguía, además, se paga aparte, pero es fundamental para comprender que pasaba en cada rincón del recinto.



Dicen que hay fantasmas en la Torre de Londres, y que los guías no hablan nunca de ellos porque trae mala suerte. En teoría son aparecidos que llevan bajo el brazo su propia cabeza. Bueno, yo creo que la luz de las farolas en una madrugada de neblina y una botellita de ginebra para calentarse pueden obrar el milagro de ver fantasmas; o, tal vez, ni siquiera se necesite la ginebra (o la niebla). Lo que si hay en la Torre son cuervos, aunque no tiene nada de particular, porque sus cuidadores les dan de comer y les guardan en jaulas. Y, por supuesto, también hay armaduras, incluídas las de los reyes, las de los niños, las de los caballos y la más grande del mundo, la de un gigante del siglo XIV que medía más de dos metros. Yo me imagino en mitad de la batalla, y entrever por esas ranuritas mínima del yelmo a esa bestia parda con una espada de veinte kilos viniendo hacia mí y me faltan piernas para salir corriendo…



Son dos los lugares del recinto que llaman más poderosamente la atención. Uno obviamente la Torre Blanca, en la que, con ambientación de McDonalds y al más puro estilo vagón de ganado pestilente, se exhibe la colección de joyas más importante del mundo. El diamante más grande, la corona que lleva la Reina en sus discursos en el parlamento y las pilas bautismales de los Tudor pierden así todo el glamour, exhibidas como Whoppers de tres al cuarto bajo una cinta transportadora visitada por miles y miles de turistas cada día. La tienda de recuerdos, colofón de la larga visita (por la cola que hay que hacer, claro) es encantadora de puro vergonzante.


El otro lugar de innegable fuerza dramática es la tríada formada por la prisión, el patíbulo y la capilla (importante es el orden en este caso, ya que sucesivamente se recorrían los tres lugares; aunque ignoro si, tal vez, se visitaría primero la capilla para confesión). En el lugar donde algunas cabezas reales rodaron (no tantas) han situado una escultura de cristal, con una almohada sobre un círculo plano, conformando un conjunto muy británico a medido camino entre el modernismo y la cursilería monárquica. El lugar es poderoso, y emana todavía la sangre derramada de los reyes. En la prisión, los graffiti desprenden la angustia de los condenados a muerte durante años, de los enfermos que, por creencias políticas o religiosas, nunca volvieron a ver a sus familias. Es un lugar terrible en el que el visitante guarda necesariamente silencio bajo el peso de la angustia que inevitablemente se percibe. Todas esas piedras milenarias (fortalezas, palacios, grabados mayas, pirámides egipcias) han soportado ya tanta barbarie en nombre de la estupidez que cuesta creer que, pese a su naturaleza inmortal, aún aguanten, sucias y desgastadas, tanto trajín de visitantes día tras día.


En invierno ponen una pista de patinaje al abrigo de los muros. Un lugar perfecto.

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