Quieren hacernos creer que la ciudad es un cíclope, un monstruo de un solo ojo que parece dormir a la orilla del río. Parece pero no, porque, si uno se fija bien, esas pestañas de metal y esos ojos de vidrio (que han engullido ya, cual Polifemo, millones de humanos como si fueran ovejas y cueros de vino) se mueven continuamente, despacito, incansables, bajos los resplandores del Sol entre las nubes o las luces de rojo y azul tan estridentes, en esta noche de nuestro tiempo. El ojo es voraz, atrae a todos con sus radios finos como hilos blancos, y compite directamente con el Támesis, con el Big Ben y las Casas del Parlamento, que estaban allí antes, pero que no se pueden quejar (y, a fin de cuentas, son más aburridas porque sus luces no cambian, porque no pueden moverse, porque las campanas no pueden visitarse, porque no ofrecen algo temporal, rápido, de moda, cool, dirán algunos). El ojo ofrece buenas vistas de Londres, no las mejores, pero sí necesarias.
Quieren hacernos creer que el London Eye está allí, cerca de Westminster, pero no es cierto. La ciudad es un monstruo, sí, una araña de miles de ojos hexagonales, una cámara en cada esquina, una fotografía de cada coche, de cada edificio, un número para cada habitante, un alzado de cada ventana y de cada puerta. Londres tiene en realidad un millón de ojos, y te observa, incluso cuando parece que duerme. El London Eye es, tan sólo, la cabeza de turco, el más inocente de entre todos esos espías colgados de los muros.
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