El infierno de Dante tiene forma de pared infinita, de plataformas verticales de ladrillo y estuco, salpicadas de ventanales, que reflejan con tedio la fachada vecina, sus bostezos cotidianos de televisión de medianoche y visitas al baño y polvo acumulado bajo el cable del teléfono y sexo que se duerme antes de llegar al orgasmo. El asfalto se dobla y se repliega, y escupe vapor a través de rejillas centenarias, y funde las suelas de zapatos cansados que tratan de cruzar antes de que se ponga en rojo. Las calles son ratoneras de circulación imposible; las avenidas, arterias envenenadas de amarillo de taxis ocupados. No hay respiro en Wall Street ni en las compras de la Quinta Avenida, ni siquiera en Central Park te dejarán tranquilo los que juegan al béisbol, los corredores. Las tiendas son viejas, gastadas, y los vaqueros y las zapatillas duermen bajo una etiqueta de falsa rebaja. No hay dinero para repintar el Puente de Brooklyn ni los vagones del metro, ni siquiera para reparar las losetas del pavimento. No hay tal vez energía tampoco, porque la ciudad, su caos, ha ganado ya la batalla, hace tiempo.
Hay algunos oasis, los menos. La milla del parque lineal que se extiende en vertical de Norte a Sur, entre la veintiséis y la catorce, como una cicatriz verdosa sobre la trama fría y ortogonal. El majestuoso Empire State que soporta con vergüenza las luces de colores. El Flat Iron, el Chrysler, erguidos sobre un pasado de esperanza. Times Square, con sus luces parpadeantes, ondulosas, y su exhibicionismo inagotable y el salvaje capitalismo de sus anuncios y sus neones multicolor. Sus librerías.
La ciudad es un monstruo faceteado de contrastes inmensos. Son más de ocho millones los supervivientes. Todos han sucumbido al horror de la metrópolis voraz e inmisericorde, con sus gentes muriendo en los portales, sus locos (aquéllos que lo gritan por las esquinas, aquéllos que, aun así, creen estar cuerdos), sus obesos recalcitrantes, sus mujeres vacías de cascarón perfecto, su juventud maleducada e hiperviolenta que se mueve a ritmo de i-pod y de polos de rebaja.
No todo está perdido en un Imperio que abandona a los suyos y a su historia a cambio de que sus habitantes puedan comprar un segundo coche; pero, hasta hace poco, el envoltorio seguía siendo deslumbrante, y ahora, poco a poco, la crisis (económica, pero sobre todo social) empieza a desquebrajarlo, como esas paredes pintadas en las casas antiguas que se descascarillan lentamente, durante años, sin que nadie tenga interés en repintarlas. Sin embargo, al igual que el infierno de Dante, Nueva York es inacabable, inmortal: han de sobrevivir sus fachadas de vidrio aunque los cristales se caigan, aunque sus únicos habitantes sean turistas desencantados y zombies que olvidaron, hace ya mucho tiempo, que los valores eran otros, que no sólo el dinero es lo importante.
No todo está perdido en un Imperio que abandona a los suyos y a su historia a cambio de que sus habitantes puedan comprar un segundo coche; pero, hasta hace poco, el envoltorio seguía siendo deslumbrante, y ahora, poco a poco, la crisis (económica, pero sobre todo social) empieza a desquebrajarlo, como esas paredes pintadas en las casas antiguas que se descascarillan lentamente, durante años, sin que nadie tenga interés en repintarlas. Sin embargo, al igual que el infierno de Dante, Nueva York es inacabable, inmortal: han de sobrevivir sus fachadas de vidrio aunque los cristales se caigan, aunque sus únicos habitantes sean turistas desencantados y zombies que olvidaron, hace ya mucho tiempo, que los valores eran otros, que no sólo el dinero es lo importante.
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